viernes, 15 de agosto de 2014

La última tira



Camila Mendy nos regala  un momento   de  la proyección del jueves  14 de agosto  de 2014 y  al hacerlo incorpora para la memoria histórica  el registro del inexorable  fin del formato 35mm. Dentro de algunos años, no muchos, cuando las salas de cine sean circulares y los espectadores asistan atraídos por complejos hologramas,  este  video será objeto de culto por cinéfilos, docentes, alumnos, enamorados de un capítulo de la cinematografía que llega a su fin.
Nadie dijo viva el rey ni preguntó por quién dobla  las campanas. Hubo, se hizo evidente, cierta compunción en la despedida de un sistema y la consagración de otro.
Walter Geringer, preservador de tesoros, obsequió a los presentes un trocito  de celuloide a modo de recuerdo que los visitantes recibieron y guardaron con circunspección. Fue un gesto y un momento de alto contenido emotivo cuyos alcances no pudieron  ser sofocados por el bullicio y convites del inicio de una nueva semana del cine francés.
Catherine Deneuve no lo supo -abstraída por la consideración de una mentira,  que en una sala de las pampas chatas su serena belleza  iba a acompañar, con una nota grave, a este miserere por el fin de un ciclo al que ella tanto contribuyó.
La tirita que Walter depositó en manos de Raquel presenta a James Gardner formulando  un parlamento  por la libertad. Podría habernos tocado  Marilyn, o Marlene. Pero, en fin…
De repente Walter fue Sam Spade prometiendo investigar  a qué film corresponde la escena.
¿Tal vez “ la mentira”? El bueno de James nunca volvió a repetir una línea  semejante ni como compañero de Marlon Brando, enfundado en  Maverick o hundiendo  el acelerador sensurround en el circuito de Grand Prix. Acaso Griessa invocara la eventualidad de un desacato.
Acompañando la escena Jorge Ponce no ocultó su emoción. Desmintiendo su juventud Jorge se inició como operador regulando las pinzas de los  carbones para que las acciones no languidecieran. De manera que esta  última proyección marcó para él el fin de una etapa, la extinción de una disciplina y la condena a sala de trastos a esos recintos sagrados y mágicos que fueron las cabinas de proyección.
Acaso una lágrima, de emoción o nostalgia, se haya abierto paso a medida que engrosaba el carrete inferior y mientras Catherine intentaba arreglar el desorden de su jardín, tal vez de su vida.
Nos fuimos del Amadeus con un sentimiento indescifrable hundido en las costillas. Se apagaron las luces de la entrada y nos alejamos con morosidad.
A los pocos metros  unos pasos acelerados interrumpieron nuestras cavilaciones. El sujeto, sombrero Stetson, enfundado en una gabardina gris, vociferó  con un  brillo obstinado en sus ojos:
-Eh tu, devuélveme mis fotogramas.
     -Jamás los tendrás, Walter los guardó, bien guardados,  en el interior del Halcón Maltés.
La sirena de un patrullero alteró el silencio profundo.
El hombre bajó los hombros y el haz de luz se apagó en su mirada .Dio la vuelta, llegó a la esquina de Gil yAlsina y se sumergió  en la bruma de los terrenos del  ferrocarril.


domingo, 10 de agosto de 2014

¡ Diez mil !


DIEZ MIL. El inapelable contador del servicio de Blogspot  ha indicado que el domingo 10 de agosto de 2014 esta página ha alcanzado las 10.000 lecturas. A poco más de un año de iniciada en forma sistemática , nos sentimos muy gratificados por esta inmensa muestra de interés y afecto de los lectores.
Una cifra acaso inusual para una página  de autor, literaria y  del sur. 
Muchas gracias por la perseverancia. Retribuiremos  con el compromiso de mejorar y ampliar al máximo de nuestras capacidades.
JCP


sábado, 9 de agosto de 2014

La visita


A María Targaglia

La conocí una tarde de verano y fue casi un descubrimiento. ¡Buñuelos en diciembre! ¡Y tantos! Lucía había heredado muchos de sus atributos: generosa, alegre, desenfadada.. hermosa, muy hermosa.
- ¿Así que vos sos el amigo de Lucía? Bueno, no te quedés ahí. Servite, estás en tu casa.
Y me lo tomé en serio.

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Después vinieron mis pantalones largos, las invariables visitas a la hora del mate cocido, los consejos después de la primera borrachera y hasta algún celo de Lucía.
- Pero… ¿vos venís por mi o por mi vieja?

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Cuando decidimos que iba a ser abogacía y no medicina como querían mis padres, fue a ella a la primera que se lo dijimos. Nos miró a los ojos, dejó la plancha parada sobre la mesa y esbozó esa sonrisa que consumaba su belleza.
- Bueno, bueno; eso sí que está bueno: dos futuras aves negras. Acuérdense de los pobres, che, que somos los que los vamos a bancar.
Y nos abrazó llorando.

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Santa Rosa estaba cada vez más linda. Lucía se recostaba contra una de las paredes de la casilla de Obras Sanitarias, nuestro castillo de la infancia, y miraba a lo lejos la hilera de frondosos eucaliptos que constituían la frontera entre el centro y la villa.
- Ojalá que nunca, que nunca la cambien.
- ¿Y por qué te quejás cuando se te mete la arena en los zapatos?
- Eso es otra cosa, pavotón. Decime si esta avenida no es más linda que las calles de La Plata.
- Bah, en el fondo esos una romántica incurable. Mucha militancia, mucha militancia, pero a la hora de los bifes..
- Salí, leguleyo hipócrita. Miren quién  habla; el futuro doctor que en el ropero de la pensión guarda las payanas y la navajita que le regalaron cuando salió de sexto. ¡Andá!

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Pero todo cambió. La vida se enfrentó a las tormentosas insolencias de la muerte. Alguna vez, en algún lado, alguien decidió la esterilidad de la esperanza y los propósitos. Todo cambió. Ella, como era previsible, lo supo anticipadamente: existen signos extraños e intrincados cuya lectura resulta dificultosa para muchos…., pero no para ella, acostumbrada a descifrar la realidad desde el pequeño universo de su  morada. Aquella tarde, hurtada a los acontecimientos y a los compromisos, fue breve y comprensiva.
- Vuelvan… por favor, tengan cuidado.
Y me miró severamente.
- Cuidala, es lo único que te pido.
****
Ahora, cuando algunos nubarrones comienzan a disiparse y se vislumbra cierta claridad, ya no es bella. Sus ojos han velado hace mucho los ´`ultimos vestigios de aquellos expresivos brillos y sus arrugas contabilizan todo el peso del tiempo y de los años. Está ajada y encorvada y mira a lo lejos sin ver. Tampoco su voz es la misma. Cuesta reconocerla; de esos labios de los que han brotado carcajadas estruendosas, gruesas puteadas y frases generosas, emerge un sonido bajo, entrecortado y distante.
- ¿a qué viniste?
Me estremezco. La decisión tambalea ante esa abrupta comprensión de mi vulnerabilidad. Todo lo que había ensayado durante tantas semanas se me queda en la garganta. Ella se inclina hacia atrás e interrumpe el ademán, conciliatorio, de tocar su brazo con mi mano. Claudico, bajo los ojos y enfilo hacia la pequeña verja de entrada, mientras miles de visiones se me agolpan. Los buñuelos, aquel nudo de corbata para el baile de fin de año, los consejos…
La calle está vacía, sorprendente. Tampoco se hacen presentes todos aquellos sonidos que eran tan reveladores y que tantas veces añoré. El crujido de las hojas de otoño monopoliza mis sentidos y quizás por eso el susurro suena más apagado. ¿Realmente lo sentí o fue sólo mi imaginación? Me doy vuelta lentamente.
-¿Si?
- No te vayas, entrá, que aquí hace frío.

domingo, 3 de agosto de 2014

SABADO Y MILONGA EN EL CLUB ARGENTINO


ESCENA: todas las luces están apagadas. Se escucha el arrastrar de un objeto me-tálico e inmediatamente se enciende un spot que localiza una mesa de metal con dos o cua-tro sillas. La luz se apaga. Esta acción se repite hasta que se descubra la sexta mesa. Un seguidor recorrerá lentamente el espacio que media entre ésta y la mesa ubicada en el cen-tro. A su lado se encuentra una mujer que pasa un trapo sobre la superficie. Se la siente hablar pero en forma ininteligible. Sigue con su tarea mientras las luces de sala se ponen a giorno  para mostrar un decorado mínimo representativo del interior de una sala de baile sencilla y casi precaria. Un largo mostrador en un lateral, carteles de propaganda de cerveza sobre paredes encaladas, guirnaldas, algún revoque caído poniendo al descubierto hile-ras de ladrillos  y quizás una columna de hierro semejando la apoyatura de un tinglado. La mujer delata su edad en las manos y en la curva de su espalda. Está vestida con ropas de Casa  Arteta: camisa, pollera y zapatos sin tacones  o zapatillas. Su pelo, prolijamente peinado, la cara sin tiene afeites. Si uno la viera diría "qué linda habrá sido cuando joven". Si-gue repasando las sillas y se sienta en una de ellas mientras continúa su diálogo con un interlocutor imaginario o el público; también fluctuando entre ambos. El volumen de su voz se eleva hasta hacerse audible:


-A ver si nos entendemos: ella estaba  sentada en la silla de chapa esperando la cer-veza con naranjina que su amiga había pedido al mozo. A mí nadie me lo contó. Aclaro esto debido a que algunos dicen que se encontraba en los baños  arreglando el escote. Parece que una lola arisca se le escapaba y ya los muchachos de la entrada se habían demorado más de lo previsto en cortar los talonarios. No, eso fue al principio y lo que yo digo ocurrió más tarde.
Lo cierto es que el Juan no  la encontró cuando comenzó a pizpear el panorama. Eso lo desconcertó primero y lo enojó después porque la María..., bueno, todos saben, es una de las más codiciadas a la hora de los lentos y si uno no primerea después se queda con una calentura de órdago.
Lo que pasó es que la silla estaba fría y ella, para no arrugarse la falda, se había sentado apoyando el culo sobre el metal. Pegó un alarido y cuando se dio cuenta que los de al lado comenzaban a chusmear se agachó como para buscar algo y de paso cubrir el traste con la pollera. Fue en ese momento en que el Juan pegó la relojeada y miró a la amiga como preguntando y la amiga que le hace un gesto de “está bajo la mesa” y el muy sonso que entiende que con esa mueca la mina había querido decir “qué se yo”. En fin, la cosa es que la primera tanda de los boleros se perdió. Cuando María  terminó de arreglarse la amiga le dijo que el Juan andaba haciendo señas  como para el envido; entonces lo buscó con la mirada pero él ya estaba en la otra punta puteando bajito cerca de la cantina. La pobre  solo se encontró con los ojos de ese pibe de la otra vez que andaba recaliente y no se animaba a encararla y ella desvió la vista porque a esa altura  no estaba para andar engrupiendo a nadie. Ni entusiasmar a nadie, ni empezar algo nuevo cuando en realidad todavía el asunto con el Juan recién estaba madurando. ¿Me siguen?.
El Juan no era  mal tipo. Tal vez un poco zafado, pero ya se sabe: aquí en la villa te avivás o te avivan. Aquí en la villa, te digo, el más lenteja  fabrica un reloj. Era un tipo... di-gamos, especial. Cuando agarraba confianza parecía un poeta. Se transformaba. ¿Cómo: que  cómo va a ser poeta siendo albañil?. Pareciera que vos vivís en un frasquito. En el país del vale cuatro vos te asustás que los poetas sean albañiles. ¡Vamos!. Tampoco era  feo lo que se dice feo. Bueno... , no daba como para Gardel pero tampoco para  Narciso Ibañez Menta. Más bien una especie de Pascualito Pérez después del catarro y diez centímetros menos. ¿Lo tenés?
¿Te dije que es albañil?. Algunos lo cargan diciendo que vive en las nubes pero, les aseguro, no es ningún paspado. ¡No... qué va a ser... !. Con decirte que cuando la conoció a la María le hizo un verso tan lindo que la convenció enseguida y esa misma noche se le fue a los bifes. Pero rebotó, porque la María no era ninguna floja de cincha y, además, andaba con eso... ¿vos me entendés?.
Bueno, me distraje. El Juan conoce a una chica y no le dice, como hacen esos plo-mazos del barrio: estudiás, trabajás... No, qué va a decir esas gansadas.  Él la miraba a los ojos fijamente y le comentaba  ¿sabés que de chico me cayó un rayo y desde ese día puedo ver a través de las paredes?  ¿No me creés? Si hasta puedo leer tus pensamientos. ¿Querés que te diga lo que estás pensando? ¿No?. Entonces hagamos al revés porque con mis poderes  se puede hacer al revés. Vamos a hacer una prueba:  ¿a ver si adivinás qué estoy pensando? .Y podés creer que  el muy maldito se quedaba mirando a la chica muy serio hasta que ella enrojecía de vergüenza. Desde ese punto improvisaba, pero pisando terreno firme. ¡Genio!. 
El Juan pensaba  cuando se ganó a la María que podía zafar cuando quisiera. Pero la pifió. Quedó tan metejoneado, tan metido que hasta se volvió cargoso. La esperaba a la salida del laburo, la celaba, bueno, le hacía todas esas cosas que hacen los hombres cuan-do se vuelven estúpidos. ¿Me entendés?. Por eso la bronca de aquel sábado cuando no la encontró de entrada. Y el muy salame no tuvo mejor idea que sacar a bailar ala chirusita esa de pelo amarillo, aquella... la engrupida que la va de..., bueno; para qué me voy a dar manija.
La María no se avivó de entrada. Seguía relojeando la pista que cada vez estaba más llena y de pronto ¡lo ve!. Lo descubre apretujado en el medio con la teñida y se pone  pálida; siente que la bronca le brota desde adentro y le suelta los breteles. Comienza a imaginar revanchas y no se le ocurre mejor cosa que... ¿A ver si adivinás?. ¡Acertaste!: mira a los cabeceadores recostados contra la pared de la cantina y encuentra los ojos del pibe y le dice que sí con la cabeza. Vieras la cara del chico. Se puso colorado y miró para atrás, luego a sus costados sin convencerse que la María lo había elegido a él.
Así empezó aquella noche fantástica. 

Pensar que el sábado anterior los dos estaban tan amartelados que daban asco. Él inclinaba su cabeza y le susurraba cosas y ella reía y le contestaba. ¡Era  lindo verlos tan felices!.
-La piecita del fondo -decía él-.
-La plazoleta de los caldenes -susurraba ella-.
La obra en construcción de la calle Castelli -retrucaba  el Juan-.
- El Parque Infantil -agregaba la María.

La gente los veía reír y dar vueltas y decirse esas boludeces y no entendía nada. Pero ellos no se daban cuenta. O si se daban  no les importaba un pito.
-La siesta en la tapera de la villa.
-Los galpones del ferrocarril los días domingos.
-¡El zaguán de la otra cuadra!.
-Aquel Kaiser Carabela.
-La plazoleta de la cortadita azul.

La gente, te digo, no entendía nada. Es que sólo ellos podían saber que el amor está lleno de lugares comunes.
 


La verdad es que nada presagiaba que se iba a armar la rosca por ese malentendido. Recuerdo que el sábado anterior el Juan la estaba invitando ¡vamos a estrenar el amanecer! y ella poniendo cara de perro que ha tirado la olla contestaba ¿cómo, todavía quedan? Y ambos soltaban una carcajada tan estruendosa que todos se daban cuenta que esos dos tenían ese qué se yo, viste, como dice el Polaco.
El Juan no lo pensó, estoy seguro. Si se hubiera tomado un minuto para pensar ella lo hubiera junado al levantarse de la silla  y listo el pollo. Pero el muy atorado se dejó llevar por la calentura y sacó a revolear a la flaca esa de pelo como manteca y se pudrió todo.
¡Pobre!.... ¿Qué por qué digo pobre?. Vea: parece que ese había sido un mal día. Era fin de semana y debían pagar la quincena. Entonces  el capataz viene  revoleando la gorra con la excusa de que la empresa no había podido hacer el depósito. Los obreros, más vale,  se chivan y el otro que no tiene mejor idea que recomendarles que se queden en el molde, que en estos tiempos no hay que jugar con la fuente de trabajo, que piensen en los hijos. Como si fuera poco  trató de disculpar  todas esas cosas que hacen las empresas cuando te quieren jinetear tu guita unos días más. El Juan comentaría más tarde que no iba a reaccio-nar porque al fin y al cabo él era soltero y se podía bancar unos días. Pero en algún momen-to el capataz les dijo hay que tener paciencia compañeros y fue entonces que el Juan se saca poniendo la nariz frente a los ojos del tipo y le pregunta con voz ronca masticando las palabras: ¿Compañeros, dijiste compañeros, atorrante? Entonces vinieron las puteadas, y atrás de las puteadas las piñas y luego de las piñas el despido. A-l-p-i-s-te. ¡Cómo son las cosas!; el Juan podrá ser muy poeta pero también es un gran calentón y a los que se calien-tan, ya se sabe...
La cosa es que con este estado de ánimo ni tendría que haber ido a la milonga. ¿Pa-ra qué complicarle la vida a la María que ya tenía lo suyo?. El debiera... bueno, se me ocurre a mí, debiera haber ido a estrenar su flamante desempleo al bar del turco Julián, o jugarse un picadito en la canchita del fútbol cinco, o qué se yo que carajos pero menos venir a jo-derle la noche a la pobre mina que también había tenido un día fulero. ¡Justo a la María cuyo único momento de respiro es la noche del sábado!.Cuánta razón tenía mi abuelo sobre es-tas cosas. ¿Te conté de mi abuelo?. El siempre repetía un viejo refrán, uno que decía que la suma de dos cagadas no hacen un acierto. ¡Cuanta razón la del abuelo!.
Bueno, pero las cosas fueron así y ya no hay quién las cambie. De manera que la María lo ve apretando en la pista con la amarilla esa  y sale con el pibe que no sabía si arri-marse a la mesa o disparar porque, ya se sabe como son los hombres: mucho ojito, mucho ojito pero a la hora de los bifes arrugan. ¡No miento! Lo dicen las estadísticas!. La Para Ti te la canta justa.
Y ya que lo digo. Si vamos a ser justos digamos que  también la María tuvo su día. Ella trabajaba de sirvienta en lo de los Zubiría, los engrupidos aquellos de la cometa al con-cejal del PIREPO que vaya a saber cómo habrán zafado de aquel balurdo. La cuestión es que la María lavaba la ropa, limpiaba la casa, atendía a los chicos -que más insoportables no podían ser-, aceptaba sin chistar todas las ocurrencias de la “señora” que se la pasaba dando órdenes sin mover un alfiler... ¿Te cuento una chusmería?: parece que el marido se fue un día en viaje de negocios a Buenos Aires y en el hotel le ofrecieron un álbum con fo-tos de chicas para el levante. La “señora” era una de esas chicas pero él se calentó tanto que se la trajo y aquí la tenemos bien almidonada y compuesta. Bueno ¿qué iba diciendo?. ¡Ah, sí!. Que la guacha no hacía un joraca salvo mirarse en el espejito. Era de mala entraña y lo demostró aquella mañana del sábado: la mina había ido a la peluquería y los chicos estaban en la colonia. En un descuido el señor agarró por atrás a la María que estaba aga-chada repasando las puertas del modular. ¡Te imaginás la sorpresa!. La María  se defendió y comenzó a gritar pero él ya le había metido los dedos ya sabés dónde y comenzaba a des-abrocharse el cinturón... Entonces...  ¿a que no sabés qué pasó? ¿Te picó, eh?. No va y llega la señora y los descubre a los dos enroscados en el suelo. Más vale que  comienza a las puteadas. Entonces el hombre se levanta, arregla la bragueta y se disculpa diciendo me provocó, qué querés, uno no es de madera... ¡Claro, contesta ella, fulminando a María, sí siempre andás con ese escote  como para el manoteo!. ¿Te das cuenta? La basura disculpó al esposo acusando a la María. Es como..., como si existiera algún pretexto... Perdón ¿dije pretexto?. Quise decir como si existiera algún precepto que estableciera que a las mujeres se les puede meter mano solamente porque enseñan una gamba o son sirvientas Pero... ¿En qué país vivimos? 
Eso habrá sido, digamos, alrededor del mediodía. Pero era la hora del baile y María seguía con la mufa. Ella  sólo esperaba encontrarse con el Juan para alegrarse un poco, madrecita, que bien se lo tenía merecido.
Dicen que la amiga de la María la vio poner el chicle que mascaba debajo de la mesa cuando el pibe se acercó para llevarla a la pista y tuvo un mal presentimiento. Pero luego se olvidó porque también a ella la sacaron y no volvió a recordar el episodio hasta mucho des-pués. 
El pibe enlazó a María por la cintura y la condujo hasta un claro entre las parejas con tan mala suerte que en ese lugar justo estaba el Juan haciendo firuletes. En verdad, una coincidencia desgraciada. Yo creo que  esa fue una de las cosas que contribuyeron para que aquella noche fuera inolvidable... ¿Inolvidable, dije?. Bueno, sí, en el sentido de que no se podrá olvidar. Para María ese momento, el instante en que cruzó la mirada con el Juan, se le antojó eterno. Pero fue un segundo, nada más. Lo que pasa es que a veces una cosa dura un suspiro y nos parece una vida. Mi abuelo, que siempre anda pensando en estas cosas raras dice que el tiempo es una opción del pensamiento. Yo creo que lo que mi abue-lo quiere decir es, bueno, eso: que adentro nuestro hay un duende que atrasa o adelanta la cuerda de puro jodón, nomás.
El Juan quedó sorprendido por el encuentro y lo único que atinó es a abrir la boca como papando moscas. Luego se le cruzaron mil imágenes, todas negras  y le vino a la mente una charla que había tenido con un amigo algunos días antes, cuando comentaba los distintos gustos de ambos.
-Lo de ustedes no va andar Juan, haceme caso. Son como el agua y el aceite, le dijo y el Juan  se quedó en silencio mirándolo en el medio del entrecejo hasta que el amigo co-menzó a inquietarse.
- El viento y las cuerdas, dijo marcando las palabras.
-. Qué, preguntó el otro rascándose la nuca. 
-El fuelle de Cambareri y la guitarra de Orestes Braile, ¿los  ves?, insistió paciente el Juan.
- ¡Por supuesto! -replicó  el otro algo amoscado-. Pero eso qué tiene que ver. 
El Juan lo miró de nuevo y le palmeó el hombro:
-Vos no entendés nada -explicó-: ¿hay algo más diferente que el bandoneón y la guitarra?. No ¿verdad? Y, sin embargo, los dos tienen algo en común. Tocan la misma mú-sica. Eso somos la María y yo. Música.
Y se fue chiflando bajito.
Gran tipo el Juan, lástima su genio tan podrido... Perdoná, me fui por las ramas ¿no?. Resulta que el Juan la juna con el pibe y toda la sangre se le viene a la cabeza. No tuvo mejor idea que empujarlos con el cuerpo y cuando el pobre muchacho se dio vuelta para quejarse no va y  le pega una piña en la mitad de la cara. Cómo habrá sido que la gente se detuvo alarmada. O complacida, ¡vaya a saber! Porque la gente por ahí convierte a cual-quier porquería en un espectáculo.  ¡Si  hasta la orquesta dejó de tocar!. Mientras tanto, la María se volvía colorada de furia y gritaba ¡qué hiciste, boludo, mirá lo que hiciste, cabrón!. Sos un desgraciado!. El Juan comprendió enseguida que se había mandado una gran ma-cana y agarró al pibe por los sobacos para levantarlo. Pero el Pibe se zafó del brazo medio tambaleando y con un pañuelo en la nariz y se fue sin decir una palabra mientras el Juan mirando a la María, a la gente y a las espaldas del pibe que se alejaba decía perdoname, pibe, no sé qué me pasó. Perdoname pibe. Pero ya nadie lo escuchaba porque la orquesta reanudaba el repertorio; las parejas se rearmaban y la María se había ido a llorar al baño acompañada por su amiga. De manera que el Juan solo en el medio de la pista, avergonza-do y confundido, repetía perdoname pibe, perdoname. Al cuete porque ya nadie le daba bolilla pensando que estaba en pedo. Cuando se dio cuenta de su soledad se sintió ridículo. Buscó a la rubia pero se había tomado el piro. Entonces se fue caminando despacito hasta la barra para hacer lo que nunca antes había hecho:  pidió tres medidas de ginebra y se las tomó de un trago. ¿Te das cuenta que los hombres son todos iguales? Primero se mandan las cagadas y después  quieren olvidarse de ellas.
Cualquiera que hubiera estado esa noche diría aquí se pudrió todo. Pero no. La mi-longa se puso más linda todavía porque ese sábado venía alucinado. Estaba anunciada la actuación de la Calandria del Tango  con el piano del maestro Fernández Mendía. Cuando ella subió al escenario y comenzó a cantar todo el mundo se olvidó de las piñas, de la María y del Juan. Menos el Juan y la María, claro, que se miraban con rencor desde una punta a otra entre las cabezas de los bailarines.
La garganta  de la Calandria era especial. Ronca y dulce, como la voz de los viejos. Entonces comenzó a cantar Naranjo en Flor y las parejas se pararon para escucharla mien-tras los muchachos aprovechaban para pasarle el brazo un poco más abajo de la cintura a las chicas. Cuando la Calandria dijo  era más blanda que el agua, que el agua blanda, los ojos de María comenzaron nuevamente  a lagrimear. No te podés imaginar cuando llegó a la parte esa que dice que primero hay que saber sufrir... En ese instante se largó a llorar des-consoladamente. Lloraba con todas las ganas y en esas lágrimas nadaban sus sentimien-tos: las insolencias de los chicos, esos piojosos maleducados,  los basureos de la señora, las apretadas del señor y ese infeliz del Juan que viene a arruinar la noche del sábado. La única noche en que la felicidad asoma la nariz en toda la semana. 
...Perfume de naranjo en flor iba diciendo la Calandria y de pronto algo toca el hombro de la María y ella levanta la vista envuelta en lágrimas y se encuentra con un pañuelo. ¿A qué no adivinás quién?...
¡Sonaste!. Era el Juan que en el pañuelo traía envuelta una ramita de retama. ¿Te había dicho que todo esto fue en setiembre, cuando florecen las retamas?...Bueno, la cosa es que le entrega el pañuelo arropando las florcitas  y con los labios le dice perdón. Fue una palabra sin voz, solo labios, un perdón silencioso y único. Un pedido de socorro y una expresión de arrepentimiento. Un perdón, como se debe, con todas las letras. Con toda la fuerza.
María sostuvo la vista hasta que su mirada penetró los ojos de él y movió los labios de la misma manera para decirle mirá boludo lo que me has hecho. Pero él no alcanzó a leer los labios porque estaba muy ocupado extendiendo la mano para que la María se levantase y se dejara llevar hasta la pista mansamente, confundida y contenta al mismo tiempo.
La Calandria cantaba promesas vagas de un amor en el instante en que la María se dejaba llevar empujada suavemente por la palma del Juan. El olor a retama iba aromando el camino hasta el centro del salón.

Ella sintió la mano que se deslizaba suavemente por el circuito de su cintura hasta que se posó, firme y delicada, en la breve hondonada que produce la columna.
Él constató que el pañuelo estuviera apenas insinuado en el terco bolsillo de la pe-chera de su saco; la corbata, bien, derechita y sin que apenas se notaran los alfileres que -astuto- había colocado para que la muy indómita no se escabullera hacia el costado.
Ella se sorprendió con el vago temblor que recorría su cuerpo. Se estremeció com-placida porque sus reflejos funcionaran luego de tantas pálidas. ¡Maravilla!.
Él entrelazó con decisión los dedos de su mano izquierda con los de ella y lenta-mente, en el curso de un rápido forcejeo, inclinó ambos brazos de manera que el apretón descansara sobre su pecho.
Ella sonrió por primera vez en el día  y entrecerró los ojos pensando que cuando las demás parejas colmaran la pista sería la oportunidad para reflejarse en el vidrio del ventanal y verificar los estragos que en su cara había dejado tanto llanto.
Él extendió los dedos de su mano derecha en el refugio de la espalda y sus yemas rozaron despiadadamente la fina tela. Inmediatamente lamentó no haber podido suavizar las rugosidades del cemento y de la cal (¡cómo olvidarse de los milagrosos efectos del limón con azúcar y aceite!). Recurrió a una variante más delicada que no rompiera el sortilegio del atrevido peregrinaje por la sedosa geografía. Despaciosamente, plegó los dedos y los re-emplazó por los nudillos. 
Ella advirtió algún cambio y arqueó la espalda para facilitar la inspección. En sus muslos, notó con disgusto, las  ligas perdían lentamente su firmeza  y las medias comenza-ban a arrugarse. Se tranquilizó en la conclusión de que nadie notaría el desaliño.
Él se sumergió en la melodía que ganaba sus sentidos y se felicitó por haber cro-nometrado bien los tiempos y ubicar a la elegida justo en el momento de los fuelles. Perfu-me de naranjo en flor, promesas vagas de un amor...
Ella cerró definitivamente los ojos y se dejó llevar arrullada por el repertorio del maestro Cambareri, especialmente concebido para esos momentos; la medida exacta entre la alegría y el placer, el centro justo entre la lucidez y el éxtasis. 
Él dejó que su mente vagara por el futuro cercano, la caminata por las torpes vere-das del barrio, el beso fugaz al cruzar la placita y la maravilla semanal del amor interrum-piendo la rutina.
Ella fue consciente de que una cierta tibieza inundaba su cuerpo. 
Él apresuró el abrazo.
Ella intentó ignorar esa maldita liga que proseguía su claudicante marcha descen-dente. Juntó las piernas para evitar la catástrofe.
Él detuvo el avance de su rodilla, la primera línea de combate, y un escalofrío reco-rrió su piel. ¡Por Dios, hoy no, por favor!... ¡pucha qué suerte perra !...
Ella percibió la confusión y se sonrojó. La próxima vez prescindiría de las medias, ("me importan un comino la moda y el frío") y hasta se pondría los zapatos marrones que son mil veces más cómodos y ya están domados.
Él acercó su mejilla y notó el calor y el insistente perfume a rosas que aguzaba sus sentidos. Se reconfortó con el leve aroma a tomillo y laurel que había sobrevivido a la cata-rata de loción. Su nariz se sumergió en la espesa mata de pelo cobrizo y advirtió en la palma de su mano izquierda el galope furioso del corazón.
Recuerdo esos momentos como si fuera hoy. Por la puerta del fondo se dibujó, en-vuelta  en su rencor, la figura arqueada del pibe. Nadie se dio cuenta. Ni siquiera la María, porque en ese momento  una melodía celestial pareció inundar la sala y las luces brillaron como nunca.
Se inclinó, balanceó sus caderas y dejó que la falda flameara sobre las rodillas. Vo-ló, se alzó levemente rozando las gastadas baldosas y voló. Se elevó perezosamente entre las apretujadas parejas y cobró altura, voló alto, cada vez más alto. Abrió con galanura las puertas del Reino del Sábado a la Noche. 
Ella, la negrita, la fregona, la gastada, la curtida, la arrastrada, se deslizó sobre in-mensas alfombras y cortinados dorados y rojos, bailó. A lo lejos, más alto, la aguardaban sus atributos. Impulsó su cuerpo hacia el lugar donde se avizora la felicidad. Danzó. Sus manos se agitaron en el cielo a medida que cobraba más altura y un arco iris de tomillo y laurel se esparció alrededor del trono. Feliz, rió. Desde el  fondo, dulce y tenue, un fuelle mistongo y querendón acompañó su ascenso a  las estrellas. Fue un viaje maravilloso, creeme, casi irreal.
Sólo al llegar al centro de la ilusión comenzaron a apagase, despacio, como se han apagado todos estos años sin que casi  nos diéramos cuenta, los brillos de aquel sábado inolvidable. ¿Después... qué importa del después?.


El salón queda en tinieblas. Transcurren varios segundos hasta que, apagada por la distancia, una voz reclama:


-¿Terminaste ya de repasar los pisos?. ¡Vamos, María, que todavía quedan los ba-ños!.



FIN

La casa es el umbral

  La casa es el   umbral ( Mínima canción de contingencia) Retumban   esas   suelas...