viernes, 28 de noviembre de 2014

Postal de viaje




(para Mirta, Chony, Julia, Raquel, Alberto, Horacio ,Guillermo)…

Los viajeros se arrebujan en sus asientos tratando de exorcizar el  desasosiego que genera el temporal que amenaza con desbaratar un final  de camino placentero. Pablo, uno de los conductores, desciende al piso inferior  para verificar las inevitables consecuencias de una piedra artera sobre el vidrio.
 Están  dejando atrás infinidad de imágenes y experiencias por las  honduras de América y ahora pugnan por vencer las hostilidades del exterior para ensimismarse en  sus cavilaciones.
Prevalecen mil interrogantes ante otros tantos misterios. Tan sólo una certeza cobra cuerpo: la conciencia de que nadie saldrá  indemne de esta introducción a los intersticios del Tahuantinsuyo  que, como se ha verificado, también integramos.
Los miembros del pasaje  proceden de historias, geografías, disciplinas e ideologías diferentes y los ocho mil kilómetros que han compartido forjaron  simpatías, adhesiones y rechazos.
Algo, tal vez una observación de Alberto, o acaso una pregunta de Chony, desata en Pablo  una confidencia que marca y estremece.
Cuenta, con voz quebrada, ya vencidas sus inhibiciones, una historia de vida. Un relato más propio del país al que se accede que la patria que queda atrás.
A medida que las palabras se hilvanan  la lluvia arrecia pero ya nadie parece percibirla. No  habrá quien se atreva a   interrumpir el monólogo que,  en tanto crece despliega una lombriz de sal en las mejillas o una articulación, sigilosa, de asombro.
El chofer dice lo último que faltaba  decir y   queda callado. Le responde un coro de silencio. Cobra aliento y agradece con los ojos húmedos un gesto de comprensión o de sustento.
La historia no está cerrada,  quizás aliente otras indagaciones. Ha tenido la virtud de discernir fraternidades  y fomentar introspecciones.
Los habitantes del piso inferior del bus hacen conciente que algo se ha fraguado en ese parlamento. Una circunstancia inefable e inasible que, si  no bastare con los influjos  del viaje, los torna  distintos.
Fue un momento mínimo.  Luego, abrazos, una despedida morosa y pasos resignados  en una localización   que es al mismo tiempo geográfica y doctrinaria. Una  fragua de fraternidad para ese reducido grupo que ha compartido la narración sin saber que con  ella, o desde  ella, han confirmado su pertenencia al grupo de los de abajo.




viernes, 21 de noviembre de 2014

Los Serenito


...
       Los Serenitos son dos muchachos que parecen haber dejado la adolescencia el jueves anterior. Por sobre sus gorras flamean al viento largos cabellos, rubios. Sus ropas holgadas parecen contener en los bolsillos un arsenal de recursos inagotables.
       Asoma por allí un libro con la vida del príncipe Kropopkin y decenas de panfletos con que los Serenitos aspiran, desde que se lanzaron a andar, incendiar la pradera.
       Vienen cada tanto, sin apuros, a polemizar con el hombre que vino del frío o el que cuadre. Y se marchan luego, sin rencores, acaso con alguna satisfacción en las alforjas, amenazando con nuevos temas de debate.
       Los Serenitos arrastran en sus andares por la llanura, trabajosamente, una lechera Charoláis que es su motivo de orgullo. Esa es la razón central por la que todos aguardarán, con recatada ansiedad, la concreción de una rutina constelada de gozos.
       Cada tanto sucede y es una fiesta. Uno de ellos se adelanta hasta que su presencia se hace conspicua para todos los peregrinos. Concibe un pase circense que culmina con una pantomima galana con la gorra. Tras ello ejecuta dos saltos inverosímiles y se aproxima a la lechera para hablarle al oído.
       En tanto el otro Serenito ejecuta una cabriola y abriendo todos los dedos de sus manos los muestra en lo alto. Sin transición comienza a cerrarlos, uno a uno, hasta que construye dos puños.
       A continuación se aproxima a su compañero. Ambos mantienen un diálogo de callada elocuencia con la lechera que sólo es interrumpido cuando ésta mueve su cabeza graciosamente consiguiendo el insistente tañido del cencerro.
       Así vuelve a suceder esta vez.
       De repente se desata, como un relámpago, un jubileo que gratifica los corazones y regodea a las comadres: decenas de niños, portando sus jarros de lata, corren al pie del animal para beber leche fresca y espumosa cuyo sabor es proverbial en la zona.
       Chocan, los jarros y las risas, en una alegría coral y contagiosa que pocos conocen fuera de la Espiga de Oro.
       De estas pequeñas rutinas se alimenta el ideario humilde de la felicidad...

(fragmento del capítulo final deEl Hombre del Potemkin) 

Amelia


Amelia Ramírez de Pumilla



            Amelia Ramírez  llora y las lágrimas construyen diminutos cráteres sobre la reseca tierra de la  tumba de su esposo. El compañero de tantos años al que ha contagiado la tuberculosis. Llora. La ceremonia del adiós es triste y solitaria. Luego, distribuye a sus  tres pequeños hijos antes de que la enfermedad, que estigmatiza y mata, la alcance. Los años treinta encienden el miedo o la vergüenza y el viento  disipa las cenizas en que se convierten sus muebles y demás afectos. Nada queda de ella. Nada debe quedar de ella, salvo  silencio y  olvido, dos surcos del arrabal de las  miserias.  Muy lejos de allí, en este atardecer de la llanura, acaba de nacer el primer tataranieto de esa mujer que supo escribir en Caras y Caretas y fue valiente hasta el final. El niño crecerá conociendo todo lo que de Amelia pudo ser reconstruido con paciencia y empeño, para que se haga grande sabiendo que la memoria vence al fuego.

ELOGIO DE LA LUCHA

  Unas palabras iniciales para el libro de Federico Martocci y Pablo Volking, "La HuelgaAgraria de 1919", primera ediciójn de La T...