Postal de viaje
TRES MUJERES
(Gracias Mónica)
Antes
de partir exhortó a un amigo para que se internara en el monumental alegato de
Viñas de Ira en la que John Steinbeck propicia una moralidad que los saciados
de todos los tiempos resisten. En las páginas finales una mujer que acaba de
perder a su niño amamanta a un anciano moribundo. El texto, tan bello como turbador,
acaso haya acrecentado las ofuscaciones de ese tal Eugene Mc Arthy que colocó a Steinbeck en un lugar expectable de su miserable lista.
Tres
días más tarde, en las galerías del Museo del Prado, atravesadas
centralmente por susurros alemanes y japoneses, una viajera llama la atención
sobre una de las esculturas aledañas al sitio donde imperan Las Meninas. Despertando un sinnúmero de emociones
la figura de Antonio Solá interpela
y provoca. En “La caridad romana” una hija visita a su padre condenado a morir y ofrece
sus pechos para que se alimente. El anciano succiona mientras la muchacha, sabedora de las
consecuencias de su acción vigila atentamente hacia el exterior de la celda.
La
escena genera más adhesiones que rechazos, es sobrecogedora e inquietante. Pero
no constituye la única trasgresión. Hubo una, anterior, consumada por el curador de la sala, que ubicó la obra acompañando lienzos de gran porte tal vez más
conservadores y previsibles. ¡Bien por él!
Esa
noche, la alegría y desenfado sienta sus reales en la bulliciosa peatonal
Montera. Mozas encantadoras prometen
porvenires venturosos recostadas en los árboles de los canteros medulares o en
los umbrales de los negocios abundantes en neón y turistas.
Una
de las chicas repara en un anciano que ha subido la cuesta y exhausto toma aire para recobrar aliento. Ella
tiene ojos claros y cabellos de miel.
El hombre es canoso y por sobre sus espaldas
encorvadas asoma parte de una trenza que se va deshilachando sin remedio. Se
alcanza a percibir un aro en el lóbulo izquierdo y esa mirada ceniza que hemos visto en hombres tristes.
La muchacha cruza la calle hacía él
dilapidando fragancias y le musita algo en el oído. El hombre inclina su cabeza y no
responde. Ella insiste otra vez. Y otra, hasta que logra modelar el atisbo de un mohín auspicioso en su rostro. Sin intervalos la joven lleva el dedo índice a sus labios lo apoya en
una de las comisuras del viejo para recorrer todo el itinerario de la boca hasta construirle
un puente de saliva. Asoma, tímida, una
sonrisa. Él articula una palabra de gratitud que queda náufraga en la calle
porque ella ya ha retornado a su puesto. Eso, nada más. Ni nada menos. Tres
situaciones, rimas del cosmos, tres relámpagos
reveladores en las desmesuras del ser humano. Tres mujeres,
al fin, ejerciendo su magisterio
de prorrogar vidas.