domingo, 9 de julio de 2017

JULIO


Julio Colombato

Son paseriformes, los tordos. Es decir que pertenecen al orden de las aves que pueden posarse. Lo hacen en la temporada invernal en los pinos de la plaza central y en el desvencijado ombú que resiste, estoico, las depredaciones y el paso del tiempo.
Se apoyan en las ramas, con sus tres dedos orientados hacia delante y el restante formando una pinza por detrás. De esta manera resisten la sudestada y el ingreso de sus congéneres que, por miles, se arremolinan cuando cae la tarde pugnando por la obtención de un lugar protegido en la fronda.
Hasta que se posan, ejecutan una coreografía maravillosa conformando una nube oscura y ruidosa que alegra el crepúsculo y los corazones.
La formación, que sobrevuela la plaza y las manzanas aledañas, suele crisparse cuando las ocho campanas de la catedral desarmonizan el ritual y los espanta.
Deben ser tenaces, porque regresan y se acomodan pese a que los badajos volverán a repicar luego, una y otra vez, sin poder vencerlos.
Julio Colombato solía contemplarlos con mirada extasiada mientras su café se enfriaba en la mesa de la confitería cuyos ventanales ofrecen una visión privilegiada de la ceremonia de los pájaros.
Hubo una vez que un aprendiz de Bartebly ordenó colocar petardos para ahuyentarlos. Pese a meticulosas pesquisas, producto de proclamas sin destino, ni Julio ni sus amigos lograron develar el nombre del represor.
Pasaron los meses. No se pudo establecer si fue la puesta en práctica de algún exorcismo pagano, las sordas imprecaciones de los que se deleitaban con su presencia o simple resignación punitiva, lo cierto es que las agresiones cesaron y tras un prudente alejamiento, los tordos regresaron a los pinos y al ombú.
Esta victoria fue celebrada en julio cuando la temporada indicó nuevamente sus presencias. Siempre fue una fiesta contemplarlos, estridentes, festivos, relucientes, en la ruidosa elección de sus aposentos.
Acaso algunos otros funcionarios arcaicos , de los que detectan el espectro de Gramsci cada vez que alguna ocurrencia renovadora asoma en el horizonte citadino, habrán sido felices al conocer que hay quienes repudian a los tordos por razones ideológicas: son los que vociferan que estas aves tienen el hábito imperialista de empollar en nido ajeno.
Esta observación ideologista de la fauna hubiera despertado una carcajada divertida en Julio. Julio, ay, que cada tanto ofrecía algún comentario sobre los infantilismos en tanto recomendaba una pausa hedónica (apreciar, por ejemplo, las últimas reverberaciones del sol sobre las alas oscuras, des-plegadas) para predisponer al espíritu en la perspectiva de los grandes combates.
En aquellas tardes aprendimos de él que una chispa puede incendiar la pradera, que hay una diferencia entre ver y mirar, que las ideas son esclavas de sus consecuencias.
Ofrecía sus lecciones revolviendo estérilmente su pocillo mientras las ramas de la plaza se iban poblando de murmullos.
El maestro, que echó a volar una tarde como ésta.
Quizás habite una metáfora en la persistencia de los tordos. Cómo saberlo. Lo cierto es que cada vez que asoma el invierno, que este mes despliega sus gélidos ropajes, no podemos evitar la evocación del hombre que se hizo mutis para esta época del año dejándonos solos.
Solos con nuestros pensamientos.
Solos, sin saber cómo diablos expresar tanta congoja.

julio de 2002

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